Creo que toda mi vida tuve gatos, no sólo fueron mascotas que me recibían al llegar, fueron mucho más que eso, una compañía, una amiga que me pueda escuchar y más. A los 9 años un tío me regalo un gato, todavía era chica pero le agarre mucho cariño; le puse Cristina y estuve con ella algún tiempo, pues murió intoxicada por bañarla con un producto para las pulgas…. Lloré mucho, fue un choque muy fuerte en esa época de mi niñez, pero bueno tuve que soportarlo.
No mucho después, a los 10 años, me regalaron una segunda gata, siamesa, igual que la primera y, por recordar a Cristina, le puse el mismo nombre. Me acompañó a muchas casas, a cada sitio donde teníamos que mudarnos mi mamá, mi hermana y yo y así estuvimos en la casa de mi abuelo, luego en el departamento frente al mar, después en el otro departamento que mi mamá logro comprar en un sitio más bonito. De ahí, me casé y se vino conmigo a Arequipa, otra ciudad a 1000 kilómetros de donde yo nací. En el mismo Arequipa estuvimos en nuestro primer nidito de amor, de ahí en la casa de mi suegra y finalmente en la primera casa que construimos.
Pase con Cristina 14 años de mi vida, me comprendió, me escucho y me consoló. Fue tanto para mí que hasta me cuesta expresar en palabras lo que una delicada gatita era en mi vida. Mi mamá trabajaba de secretaria todo el día y mi hermana, estaba en la universidad, yo solía llegar del colegio caminando 18 cuadras que me servían de terapia y para meditar las cosas, observando todo lo que había a mi alrededor. Ir por el costado del golf tenía su encanto. Aquella pared verde que parecía no tener final, con tantos árboles!, y poder escuchar los pájaros cantar; a medida que iba llegando a la casa, el panorama iba cambiando, dejaba los parques y la ciudad para bajar a este sitio que era nuestra casa y dentro del departamento, nuestro hogar, un grupo de edificios blancos en medio de cerro árido donde parecía que nada verde jamás iba a crecer, sólo estos gigantes de cemento uno junto a otro albergando a tanta gente que pudo encontrar un huequito propio donde dejar volar sus sueños y sus fantasías.
No tenía muchos amigos ahí, bajaba lento los doce pisos de escaleras que generalmente estaban llenos de tierra y polvo de lo que el viento empujaba. A lo lejos el inmenso mar y el gris del cielo, haciéndome ver que poco a poco me acercaba a mi hueco, a mi soledad, a no poder intercambiar conversaciones, a sentir los silbidos del viento que venía del inmenso mar infiltrándose por las rendijas de las ventanas, a escuchar tal vez de los otros departamentos mientras me acercaba a mi edificio, palabras hirientes, diciéndome que me vaya de ahí, que no encajaba, simplemente por parecer algo que no era, “Gringa jeringa, porque no te vas a la Planicie”, escuchaba. Guauuu, que más hubiera querido yo, vivir en la Planicie, con esas casas enormes, con jardines y piscinas, con pistas que entraban a tu propiedad en donde el carro te puede dejar justo en la puerta de tu casa; sin embargo ahí estaba yo, atravesando todo lo gris que me rodeaba, pero con la esperanza que una vez que abra la puerta ahí iba a estar Cristina, esperándome, con sus orejitas atentas y su mirada penetrante como diciéndome –que bueno que llegaste- enrollándose en mis piernas y alegrándome la tarde con su ronronear, era un placer acariciar su suave pelaje, escuchar sus pequeños maullidos mientras me calentaba el almuerzo y una gran satisfacción sentirla sobre mis piernas, dando varias vueltitas hasta estar cómoda y que se quedara ahí, encima mío, con los ojitos entreabiertos, ronroneando fuertemente mientras comía mi almuerzo mirando el mar frente a mí, era como un sonido mágico, que aquella soledad la convertía en compañía inundándolo todo, y sintiendo aquella suave vibración en mis piernas, que me daba calma y aplacaba mi soledad, me la pasaba ahí todo el día, terminaba de almorzar y me dedicaba a hacer las tareas; claro que ponía un poco de música, pero nada como la nobleza de esta gatita que no me dejaba sola ni un minuto, parecía que ella también disfrutaba de mi compañía después de haber estado sola toda la mañana.
En fin, habían tardes que me abrigaba y salía al balcón, me llenaba de melancolía, el clima húmedo y gris me aplastaban y necesitaba poner un silla y sentir la brisa marina en mi rostro, sentir mi cabello agitado por el viento, me hacia disfrutar cierta libertad. Cerraba los ojos, dejándome llevar en sueños que tenia despierta y que tantas veces plasme en un papel y el chillar melancólico de las gaviotas me partía más el alma, haciendo que algunas lágrimas broten sin poderlas contener más. Y ahí estaba Cristina, sentadita en la esquinita del balcón, ese pequeño balcón, que se llenaba con la silla, ya no creo que alguien más entrara estando ya una silla ahí, ahí estaba sí, mirando como yo, al vacío, al horizonte, siguiendo con su cabecita el vuelo de las gaviotas, creo que también disfrutaba del frío viento, que nos refrescaba hasta el alma, pero llegado un momento, saltaba a mis piernas y con un suave maullido llamaba mi atención y estiraba su cabecita casi topando su nariz con mi nariz, como haciéndome ver que ya era suficiente que no debía dejarme aplastar por todas esas cosas que influían tanto en mí. Y me hacia entender que era tiempo de entrar.
Parecía que entendía todo, siempre fue especial, durmió conmigo años y disfrute tanto de ella! Jugábamos juntas en mi cuarto, le leí tantos poemas y me mostró su aprobación con su ronroneo especial y así pasamos juntas 14 años, compartió mi soledad y mi alegría, mi noviazgo, matrimonio y mi maternidad y estuvo siempre ahí, a mi lado, apoyándome con su suave ronronear.
Cuando tuve 24 años llegó su hora final, lloré como nunca, como si hubiera perdido a una hermana o a mi mejor amiga, me hizo tanta falta esa magia especial que veo en los gatos y ese sonido y esa vibración que me eriza la piel. Por momentos me sentí sola, y anhele tener a mi amiga otra vez junto a mí. Y de pronto ese día de la madre mi esposo me sorprendió con un regalito que llenó esa parte vacía en mi, se apareció con mis tres hijos y una pequeña camita donde había una gatita siamesa, tan chiquitita, tan indefensa, tan frágil, con un tremendo moño de regalo en su espaldita, durmiendo placenteramente… La tenia ahí frente a mí! Me quede inmóvil, simplemente no lo podía creer, lloré y lloré de felicidad y con el alboroto despertó y me miró con gran interrogante a lo que pasaba, con su ojazos azules como aquellos que hace tantos años, no me habían vuelto a ver, y vi en su mirada ternura y necesidad de cariño y amor! Simplemente reventó dentro de mí aquel hoyo grande que llenaba de tristeza ese vacío que quedó cuando Cristina se fue, y desde ahí me sentí completa otra vez, y saben cómo se llama, si…. Una vez más, se llama Cristina.
Hoy tengo 34 años, y veo reflejado en mis hijos este sentimiento tan especial por los felinos, cómo les gusta su compañía y hasta cómo los abrazan para consolarse. Siento que he pasado a una nueva generación este amor por estos animalitos tan especiales. Mi hijo Sebastián, trajo a casa hace un año y 6 meses una gatita que salvó de un árbol cerca de nuestra casa, que en esa entonces tenía 4 meses, así que hoy vivo rodeada de tanto amor, sin esa sensación de soledad que antes sentía, con un esposo maravilloso, al que amo y adoro, tres hijos espectaculares, por los que agradezco a Dios cada noche y con dos amigas incondicionales que en todo momentos me demuestran su cariño.